Comentario
En la columna Trajana tenemos retratos probables del Adriano joven que acompañó a su tío abuelo, el emperador, como cuestor en la Primera Guerra Dácica y como pretor y jefe de la legio I Minervia en la Segunda. Desde muy joven y según la "Historia Augusta" (Vita Hadr. 26,1) Adriano usaba barba para ocultar las cicatrices que afeaban su rostro. Sea o no cierto, las consecuencias fueron tremendas, pues el uso se generalizó hasta tal punto que la mayoría de los romanos se la dejaron hasta la época de Constantino, dos siglos más tarde. Es más de creer, sin embargo, que como amante y practicante de la filosofía, la llevara desde los tiempos de su amistad con Epicteto y la mantuviese como emperador pese a que ninguno de sus predecesores la había usado.
Siguiendo una costumbre de la época, implantada en días de Trajano, muchos retratos se hacen sobre bustos grandes, que abarcan los hombros y los pectorales, pero muy poco de la espalda. Los bustos llegarán a ser objeto de tanta atención como la propia cabeza y a veces de mucha más, tanto si están desnudos, en el caso de los varones, como revestidos de coraza y paludamento. También en los bustos femeninos -estos siempre vestidos- los paños son esmeradamente tratados.
A un busto de Adriano, revestido de coraza, perteneció el más hermoso de sus retratos, la cabeza del Museo de las Termas. El emperador representa los cuarenta y tres años que tenía en el momento de su designación y el retrato debe corresponder al día de su investidura. Su semblante, bien proporcionado, tiene la lozanía de la juventud y la serenidad de quien está convencido de la rectitud de un programa político fundado en la paz y en la renuncia a las conquistas de nuevos territorios. Los pueblos del imperio lo reverenciaron por ello y a esa reverente consideración debieron de ayudar mucho retratos como éste, impregnados de la majestad y del poder de Roma.
El emperador se peina como lo hará toda su vida, dejando que el pelo sedoso y cortado por igual caiga hacia adelante y hacia abajo desde el remolino de la coronilla. Una orla de bucles enmarca la estrecha frente. El pelo gana plasticidad e interés. En los ojos se empieza a grabar el contorno del iris y la pupila.
En retratos posteriores, iniciados quizá en el año 27 con el modelo oficial de las decennalia del emperador (las efigies monetales indican que los retratos del césar se renovaban cada diez años), acusan más la prominencia de los carrillos y representan la pupila con mayor nitidez, como una coma adherida al párpado. El flequillo despega sus rizos de la frente volviéndolos hacia arriba. El retrato colosal de la Rotonda del Vaticano, procedente del Mausoleo de Adriano, es una versión póstuma de este tipo (llamado de Formia por M. Wegner), del que guarda la distancia natural de quien está ya ausente de este mundo.
Los retratos de Sabina, la bella y desgraciada esposa de este hombre enigmático, son en su mayoría posteriores a su muerte en el año 36. Un bello y famosísimo relieve del Palacio de los Conservadores representa la consecratio de la emperatriz, transportada al cielo por una personificación de la Eternidad. El sentimiento de vacío y frustración que produjo su muerte se refleja en los muchos retratos y estatuas que se alzaron en su honor, unas como mujer, otras como diosa -Céres, Venus Genetrix-. En la vida diaria se peinaba ella sencillamente, con raya al medio, y una cola de caballo que enrollaba alrededor de la coronilla, y en las ocasiones solemnes se ceñía una diadema ancha y convexa. Gustaba de vestir a la griega, combinando el elegante peplo jónico con la palla romana. Así la vemos en muchos de sus hermosos bustos.
En la frontera existente entre el retrato y la estatuaria ideal se encuentra la más original de las creaciones inspiradas por Adriano, la que más cerca le permitió llegar a la esencia del arte griego, las efigies de Antinoo, sensuales e ideales a la vez. Muerto en Egipto en misteriosas circunstancias, en el año 130, Adriano sintió tanto su pérdida que no vaciló, en el país de Osiris, en resucitarlo y divinizarlo ante el mundo entero. Nacía una nueva estrella, identificada con Diónysos, con Apolo, con Silvano... Las versiones son tantas en estatuas y relieves, tan distintas y tan homogéneas a la vez, que alguien, y no otro que Adriano, hubo de aleccionar a los artistas para que restableciesen la armonía del semblante y del cuerpo desnudo como hacían los griegos, y evitasen el ridículo contraste que se producía entre la cabeza y el cuerpo de todos los emperadores representados como dioses.
Una unidad semejante parece haberse logrado en algunas estatuas encargadas por el emperador, como la del Trajano divinizado de Itálica, en el Museo de Sevilla, patria de los dos emperadores. También aquí una cabeza oportunamente idealizada se funde con un cuerpo inspirado en un probable Zeus de Leochares, en la más perfecta de las armonías. Adriánea asimismo es la más bella de las cabezas de Trajano, la del Museo de Ostia Antica, de la que por desgracia no se ha conservado el cuerpo.